Storytelling, Story: Mi fuego maternal

Sin madres no hay herencia genética, no hay continuidad ni evolución. Pero hay momentos que me pregunto si es nomal que la evolución venga con el paquete de la dificultad de la mano de la misma madre.

Años atrás no había nada en el mundo que me asustara tanto como el grito de mi madre. Cuando me retrasaba en llegar a casa, sin querer, jugando hasta que el sol se perdía, un sábado cualquiera, arrastrando la bici por el camino sin asfalto, el que llevaba a mi casa oculto entre las hierbas. El camino que no se tomaba porque era empinado y era el cementerio de perros callejeros. Ella me esperaba con los ojos rojos de tanto llorar, con la cabeza hinchada por la preocupación. Los gritos, los castigos, el golpe de la puerta del cuarto al cerrarse, nunca escaparán de mi memoria.

O su llanto fuerte y sin precaución de la vista de sus pequeños hijos que con el tiempo ya no la abrazaban ni querían calmar porque cada una de las veces nos rechazaba, gritaba, miraba con desprecio. Esos llantos que la vida le causaba era  su momento de drama en un teatro en el que ella sola era su repertorio y su público asiduo a la vez.

O sus duras palabras cada vez que yo necesitaba que me levanten el alma, que se me había ido a los pies. Como la vez que estando a miles de kilómetros de distancia me decía por teléfono que deje ya de llorar, que no es para tanto, que eso no está bien.

Aprendí a tragarme pronto las palabras, las importantes y las menos. Y me mantuve así, muchas veces para mal. Autoexiliada de mi madre en cada camino cuesta arriba, cementerio de perros callejeros.

Incluso ahora me cuesta no sentir el estómago revuelto cuando opina de la manera que crío a mis hijos. El día que me acompañó a casa con mi primogénita recién nacida y se puso a gritar un gol con la televisión a toda fiesta la hice callar. A cambio ella me abandonó a mi suerte a criar a mi bebé a como me diera las fuerzas ya que no se quedaría conmigo aún cuando los pechos me dolían, los brazos no funcionaban, la cadera y la espalda estaban partidas, y yo sólo quería uno de sus abrazos redondos y de edición limitada. Hice lo mejor que pude y mi marido me retrató para siempre de heroína y fuerte. Ella no volvió a mi lado hasta que su mente decidió dar por finalizado su enojo. Como siempre lo hizo.

Muy a pesar de tener la madre que tengo, he evolucionado. Con cada paso que me separo de su manera de ser me siento poderosa, me siento una mejor versión de mi misma. Siento que manejo su acidez cada vez mejor y que voy dejando de ser su sombra sobre mis propios hijos.

Y sin embargo, no puedo dejar de amarla porque su belleza y su fealdad las llevo en mí como un fuego que es hermoso y abominable a la vez.

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